Monday, January 30, 2006

Historia de amor

Ayer te vi, Valeria. Diecisiete años después del amor y el deseo.
Qué cruel es el tiempo.
Rememoraciones, Edmundo Paz Soldán

I. Primero...

Ella tenía pelo que caía en espirales, coyunturas largas y huesudas como las de Ichabod Crane, ojos lánguidos como los de un criminal cansado de la fuga. Yo la miraba, la miraba y deliraba. Preguntaba si al besarla sus labios se acoplarían perfectamente a los míos, si al entrelazar los dedos quedarían soldadas las palmas de nuestras manos. La miraba, la miraba e investigaba la punta de su hombro, el largo de su brazo, la curva de sus caderas, el lóbulo de su oreja. Exploraba, exploraba y buscaba el olor de su piel. Le hablaba, le hablaba y le preguntaba para conocerla mejor, para seguir conociéndola, para no dejarla de conocer. Para saber sus secretos. Conocerla, conocerla y saber todos sus secretos por cuentagotas, de poquito a poquito, para que nunca se acabaran, para que nunca se acaben.

II. Entonces...

Te veo, veo cómo te mueves, la gracia con la que cada músculo se contrae y se relaja según paseas tu cuerpo preciso. Me acerco. Te hablo. Mis palabras sirven de fiel carnada. Te dejas cazar. Aceptas una cerveza, una cena, un beso. Dejas que te cocine con saliva y sudor. Permites que coma tu carne. Que mis colmillos rasguen tu piel. Que mis labios sorban el sabor de tu pecho. Aceptas envolverme en ti. Fluyes sobre mí, me sobrecoges. La oscuridad y la humedad nunca fueron tan cálidas. Abrazas mi carne. Yo abraso la tuya: hago libaciones por la presa perfecta.

III. Y pues...

Aquella vez, la última, el verde de tus ojos había cedido unos cuantos rayitos ante el amarillo de las hojas de Central Park. Tu boca, sin embargo, seguía siendo aquella que se había confundido con la mía, el sabor acre de tus labios el mismo de antes y todavía tu cuerpo era igual al que en tantas ocasiones yo había escudriñado con la urgencia y morosidad de un cabalista ante un texto sagrado. Pero no era a ti a quien estrechaban mis brazos. Galatea volvía a ser estatua, fría, distante, otra. Como el agua salitrada que va gastando los macizos muros de El Morro, el tiempo fue desnudándonos de la máscara que portábamos el uno para el otro. Tan sólo quedó la piedra agrietada que se escondía debajo.

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